Mirando al mar

Siento su aroma cuando aún quedan kilómetros para alcanzar la costa. Es un llenarse de aire impregnado de salitre húmedo y cálido.
Cuando comienzo a divisarlo, se dibuja en mi rostro una sonrisa ilusionada e infantil igual pero distinta cada vez. Me lleno de una extraña calma que serena mi espíritu. Ver esa superficie líquida y danzarina desplegando todo un abanico de tonalidades azules me acaricia el alma y cuando por fin me llega su sonido... ¡ay, su sonido!. Ese batir de agua, ese rugido sofocado que llega a la orilla transformado en un sugerente susurro de promesas, roto por el lenguaje de las gaviotas que sobrevuelan su superficie y se posan en la arena.
Cautivarse con la pleamar tras ver como donde antes todo eran restos de algas, barro y barcas encalladas incluso algún perro corriendo en libertad se eleva metros sobre el suelo como intentando alcanzar el cielo en un lento correr de horas.
Sentir la arena tibia de la tarde en los pies descalzos que dejan huellas que se deshacen entre espuma blanca.
Dejarse acariciar por el agua y sumergirse para bautizarse en ella naciendo a una nueva vida. La misma vida pero bendecida por Neptuno.
Perder la mirada en la línea del horizonte sin alcanzar a ver un final.
Rescatar de la arena las conchas que el agua deposita como regalo por nuestra presencia.
Mirando al mar siempre como poseídos por un mágico sortilegio que sólo se rompe cuando al abrir los ojos es asfalto lo que vemos.

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