Los días pasan
Casi sin darnos cuenta, se van sucediendo los días.
A veces con un lento pasar de las horas y otras a una velocidad endiablada.
La vida sigue su rumbo como continúa el movimiento de las nubes. Con apariencia distinta, con cambiante tonalidad pero sin detenerse jamás.
Cuando hace no tanto abríamos los ojos era aún de noche y las tardes oscurecían temprano acortando los días.
Ahora sucede al revés y ese matiz despierta ese reloj interno, ese deseo de vivir que aflora como la primavera.
Apenas han trascurrido treinta días y, sin embargo, parecen una vida. Porque durante ellos hemos pasado por todos los ciclos posibles, bien propios o ajenos: el nacimiento, la relación, la reproducción y la muerte. Sobre todo la muerte.
Y sin embargo, es cuando más respiramos vida. Cuando más alzamos la mirada al cielo y proclamamos nuestros cantos de esperanza, cuando con más fuerza buscamos la alegría, cuando somos más conscientes de esos pequeños regalos del día a día: abrir los ojos, rozar nuestras sábanas, escuchar nuestra canción favorita, el trinar de los pájaros, las flores que explotan en incontables gamas cromáticas, las llamadas telefónicas, las fotografías...
Queremos llorar, dejar escapar nuestra tristeza por los ojos, gritar por los que se fueron, abrazar a los que no tenemos pero si miramos al cielo nos descubrimos pequeños, insignificantes y nos contenemos. Agarramos una sonrisa, aunque sea forzada, y nos la ponemos.
Resistiremos.
Porque los días pasan y los contaremos.
Cada día uno menos.
Y al final, cuando todo pase, nos reencontraremos.
Quizá, sólo quizá, entonces valoremos lo más importante que tenemos y no podemos perder: el tiempo.
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