Un rayo de luz
Cuando llevas un largo trecho de camino recorrido dentro de un bosque donde no existe mayor sendero que el que abren cada uno de tus pasos entre la maleza, todo se ve más tenebroso y oscuro.
Las raíces que asoman, se antojan brazos deformados que amenazan con aprisionarte los tobillos, los sonidos del bosque se transforman en amenazas invisibles cuyo origen resulta casi imposible de descifrar y llega el inevitable rasguño, el pie que pierde el equilibrio sobre una roca escondida haciéndonos perder el equilibrio cayendo sobre un terreno húmedo, sucio, hostil.
Acuden a nuestros ojos las lágrimas de la impotencia y sentimos que nos abandonan las fuerzas. Miramos a nuestro alrededor en busca de una señal que no llega, intentando encontrar algo, alguien a quien asirnos en nuestra desesperación, un consuelo. ¿En qué momento pensamos que iniciar ese sendero era una valiente proeza? ¿Quién conocerá nuestra aventura si nosotros, el protagonista, somos incapaces de encontrar el camino de vuelta?.
Sabemos que aún no ha caído la noche porque somos capaces de distinguir las formas del entorno, porque vemos la suciedad en nuestras ropas y restos de tierra negra en nuestras uñas pero somos incapaces de distinguir el cielo. Sabemos que está allí, por encima de las espesas copas de los árboles pero estos son tan altos, tan salvajemente frondosos que nos impide verlo.
Tomando conciencia del sonido de nuestra respiración, poco a poco vamos retomando el control.
Volvemos a erguirnos y nos animamos a continuar. Un poco más. Evitamos reconocer que estamos perdidos y trazamos una línea recta mental para seguir.
El terreno se eleva un poco y el rasguño, ahora abierta herida, protesta con intenso dolor y entonces se obra el milagro: un pequeño claro inundado de verde pradera, de aspecto suave y acogedor que nos invita a descansar bajo un rayo de sol que lo baña todo con una luz irreal que tiene más el aspecto de una ensoñación, de un paisaje de cuento más que de un lugar en medio de un bosque ignoto que nos da miedo.
Atisbamos azules lejanos en las alturas y el paso de algún pájaro pequeño.
Imposible no caer en el embrujo de ese momento. Un rayo de luz en el camino que despliega distintas tonalidades verdes y amarillas sobre los lugares que se posa. De repente ese espacio se antoja un abrazo cálido de la naturaleza que nos da fuerzas y surge, de pronto, una voz que urgente nos llama.
Una sacudida. La luz ambarina se torna de un blanco cegador con sombras de lo que parecen personas a su alrededor.
"Está con nosotros" - pareces entender aunque no identificas el origen de la voz ni porqué esas palabras.
Parpadeas repetidamente con incredulidad. Te encuentras acostado en una cama de hospital. El bosque son en realidad una sucesión de baldosas blancas de suelo a techo y las ramas una suerte de sondas y vías que nacen de barras de metal y se conectan a tu cuerpo: unas en los brazos, otras en el pecho.
Y sin saber exactamente cómo, sabes que has regresado de un lejano lugar, de un viaje solitario que vas a poder contar porque en algún momento mientras estabas perdido, encontraste fuerza para continuar.
Las raíces que asoman, se antojan brazos deformados que amenazan con aprisionarte los tobillos, los sonidos del bosque se transforman en amenazas invisibles cuyo origen resulta casi imposible de descifrar y llega el inevitable rasguño, el pie que pierde el equilibrio sobre una roca escondida haciéndonos perder el equilibrio cayendo sobre un terreno húmedo, sucio, hostil.
Acuden a nuestros ojos las lágrimas de la impotencia y sentimos que nos abandonan las fuerzas. Miramos a nuestro alrededor en busca de una señal que no llega, intentando encontrar algo, alguien a quien asirnos en nuestra desesperación, un consuelo. ¿En qué momento pensamos que iniciar ese sendero era una valiente proeza? ¿Quién conocerá nuestra aventura si nosotros, el protagonista, somos incapaces de encontrar el camino de vuelta?.
Sabemos que aún no ha caído la noche porque somos capaces de distinguir las formas del entorno, porque vemos la suciedad en nuestras ropas y restos de tierra negra en nuestras uñas pero somos incapaces de distinguir el cielo. Sabemos que está allí, por encima de las espesas copas de los árboles pero estos son tan altos, tan salvajemente frondosos que nos impide verlo.
Tomando conciencia del sonido de nuestra respiración, poco a poco vamos retomando el control.
Volvemos a erguirnos y nos animamos a continuar. Un poco más. Evitamos reconocer que estamos perdidos y trazamos una línea recta mental para seguir.
El terreno se eleva un poco y el rasguño, ahora abierta herida, protesta con intenso dolor y entonces se obra el milagro: un pequeño claro inundado de verde pradera, de aspecto suave y acogedor que nos invita a descansar bajo un rayo de sol que lo baña todo con una luz irreal que tiene más el aspecto de una ensoñación, de un paisaje de cuento más que de un lugar en medio de un bosque ignoto que nos da miedo.
Atisbamos azules lejanos en las alturas y el paso de algún pájaro pequeño.
Imposible no caer en el embrujo de ese momento. Un rayo de luz en el camino que despliega distintas tonalidades verdes y amarillas sobre los lugares que se posa. De repente ese espacio se antoja un abrazo cálido de la naturaleza que nos da fuerzas y surge, de pronto, una voz que urgente nos llama.
Una sacudida. La luz ambarina se torna de un blanco cegador con sombras de lo que parecen personas a su alrededor.
"Está con nosotros" - pareces entender aunque no identificas el origen de la voz ni porqué esas palabras.
Parpadeas repetidamente con incredulidad. Te encuentras acostado en una cama de hospital. El bosque son en realidad una sucesión de baldosas blancas de suelo a techo y las ramas una suerte de sondas y vías que nacen de barras de metal y se conectan a tu cuerpo: unas en los brazos, otras en el pecho.
Y sin saber exactamente cómo, sabes que has regresado de un lejano lugar, de un viaje solitario que vas a poder contar porque en algún momento mientras estabas perdido, encontraste fuerza para continuar.
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