Un día gris
Un mal despertar sin que la culpa la tenga ninguna pesadilla.
Cansancio, tedio, desgana... cualquier sinónimo de estas palabras puede perfectamente describir las ganas con que he comenzado el día: ningunas.
He llegado a la conclusión de que. al igual que los osos, hiverno.
El calor que puedo sentir es impostado por prendas de abrigo, por una temperatura determinada por el termostato de la calefacción. Y mi mirada apagada, es buena prueba de ello.
Un café que bombardee mis adormecidas neuronas perdidas en pensamientos dispersos.
Fumar un cigarro sin importar que las agujas del reloj corren marcando el poco tiempo que tengo para ponerme la cara de trabajo.
Y al mirarme al espejo, encuentro cualquier cosa menos eso.
Abrir el armario que me abruma con su contenido hasta el mareo. Demasiado color o demasiado negro. Demasiado abrigado o demasiado ligero. Sin urgencia, sin prisas, revuelvo para terminar poniéndome lo que más a mano tengo.
Ni siquiera voy a arreglarme el pelo.
Sumerjo el rostro en el agua fría que contengo apenas entre mis manos. Un alivio momentáneo y ligero. Froto las palmas con el jabón para que elimine la suciedad que siento y que no veo. Una caricia de crema con un aroma que conforte la tirantez que siento.
Unos pendientes que alegren la careta que llevo.
Me calzo unos zapatos bajos que no aprisionen mis dedos. Cubro mi garganta con la lana de una bufanda a modo de consuelo de ese abrazo que necesito y no tengo.
Me cubro con un abrigo de cuerpo entero, cálido y ligero.
Hoy el bolso pesa como si llevase ladrillos dentro.
Salgo y la lluvia me saluda. Yo la esquivo con mi paraguas como parapeto y camino hacia la parada del autobús mientras vaharadas de vapor y humo salen de mis labios resecos.
El viento azota mi cabello pese a llevarlo sujeto.
Ahogo su lamento subiéndome el cuello del abrigo sin éxito.
Quiero llorar y no puedo.
Quiero gritar pero no debo.
Camino despacio.
Al final, como cada día, como cada semana, como cada mes, llego.
Quiza más que yo, mi cuerpo.
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